Águila perdicera en Sierra Morena cordobesa
En la dehesa de Adamuz, en Sierra Morena cordobesa, un fabuloso escondite ofrece el escenario perfecto para conocer de cerca al águila-azor perdicera, una de nuestras grandes rapaces.
Cuando Agustín y yo accedemos al pequeño valle donde se ubica el hide, los cristales de hielo todavía cubren el suelo de la dehesa. Una buena capa de escarcha de la fría noche anterior, como corresponde a finales de diciembre, tiñe de blanco el suelo. Avanzamos con el vehículo entre chaparros por una pista de tierra muy dura y compacta por las bajas temperaturas.
A pocos metros del escondite, al llegar a una pequeña laguna, un gavilán cruza frente a nosotros con algo en el pico y desaparece entre los arbustos. La escena transcurre a toda velocidad, como le gusta maniobrar al gavilán entre las ramas, con exquisita destreza y celeridad. La cosa promete.
Llegamos a la base de los montículos rocosos que se elevan en la dehesa a modo de mogotes. Un paraje curioso y bello a partes iguales. Se trata de un par de colinas, la más alta con una hendidura en la cumbre a modo de collado, que parecen formar un diminuto desfiladero. En efecto entre ambos crestones rocosos se abre paso el arroyo del Valle, el mismo que llena unos metros más arriba, la laguna. Es temprano para las térmicas, pero las siluetas de los buitres comienzan a adivinarse entre los roquedos, posados, a la espera de que el sol comience a trabajar para facilitarles el vuelo. Decidimos parar unos instantes para buscar a las perdiceras y no tardamos en encontrar un busto blanco posado en unas encinas colgadas de la pared rocosa. Los prismáticos pronto nos sacan de dudas, si es que había alguna por el tamaño de la silueta; es una fantástica águila-azor perdicera, nuestra protagonista. El animal identifica el vehículo con comida y sabe que pronto tendrá el desayuno servido a la mesa.
Comienza el aguardo
Agustín, gerente de Alpasín Experiencias fotográficas, prepara el alimento en el exterior de este hide (gestionado también por Skua Nature Group) mientras yo me acomodo en este escondite de grandes dimensiones y realmente cómodo, en el que caben hasta 8 personas. El escenario al otro lado del cristal permanece en sombra, también cubierto por una densa capa de escarcha.
Cuando se cierra la puerta del hide un mariposeo especial revolotea en el estómago. Sabes que algo bueno va a ocurrir, pero no adivinas cuándo. Esa sensación de permanente atención a la espera del momento de la acción forma parte del encanto de estos escondites. Y en el hide de perdicera el momento no se hizo esperar. Creo que no dio tiempo ni a cerrar la puerta…
Apenas Agustín desaparece con el vehículo, una enorme silueta de dorso oscuro y vientre blanco aterriza en las piedras, frente al cristal espía. Es poderosa, esbelta. Una belleza alada en toda regla. La escena se me presenta en blanco y negro. El sol ilumina el fondo, pero no la parte principal donde acontece la escena. No me resisto a disfrutar del momento y en ello estoy cuando el destino quiere premiarme con un momento mágico, hechizante. Justo cuando el águila ha cambiado de piedra, también en sombra, un rayo de sol incide directamente en el cuerpo de la rapaz. La escena se disfruta ahora en color. Los tonos pardos y anaranjados del dorso de la rapaz destacan sobre la zona ventral con vetas negras. El color de los ojos se vuelve naranja penetrante.
Es el único punto donde da el sol, iluminado gracias al haz de luz que atraviesa el promontorio rocoso situado a la espalda del hide justo por la hendidura o pequeño collado. Los astros se han alineado para que este fenómeno se produzca en el preciso instante en que tengo a la perdicera posada en la piedra que coincide con la proyección de la hendidura. Me recuerda a uno de esos momentos exactos en los que se producen cosas maravillosas y fenómenos únicos, como la iluminación del rostro de Ramsés II en el Templo grande de Abú Simbel cada 22 de febrero y 22 de octubre, o la silueta de serpiente que se ilumina en las escaleras de la pirámide maya de Chichén Itzá el día de equinoccio. Aquella mañana de finales de diciembre tenía frente a mis ojos a mi particular faraón, a mi Kukulcán o serpiente emplumada en forma de águila-azor perdicera.
Diez minutos después de haber aterrizado, la perdicera voló. La sombra volvió a adueñarse del escenario. Impaciente, esperé el regreso del águila mientras por el hide desfilaban rabilargos, colirrojos, pinzones vulgares, un par de lavanderas blancas, un arrendajo… También 3-4 parejas de abubillas, que no cesaban de cruzar de un lado a otro volando, de encina en encina, para posarse en el suelo y caminar picoteando entre la hierba. A veces viene el roquero.
Precisamente un arrendajo entra por la izquierda del hide y se posa en un viejo tronco de madera. Anda buscando comida cuando sin dudarlo un momento sale volando como si hubiera visto al mismísimo diablo, justo en el preciso instante en el que la silueta de la perdicera se aproxima al tronco para proseguir vuelo entre dos encinas, en la dirección en la que se acababa de perder el arrendajo. Es indudable que la rapaz se encontraba posada en la copa de la encina, al lado del hide, pero desde mi posición no alcanzaba a verla. El arrendajo tampoco.
Habían transcurrido algo más de tres horas desde que había entrado al hide y era el momento de dar por finalizada la sesión. El último vuelo del águila me invitó a buscarla en los alrededores así que, de nuevo en el vehículo, en este pequeño safari fotográfico de salida, como en el de entrada, buscamos a la perdicera por segunda ocasión en el roquedo. Esta vez en vano. Tampoco hay suerte en las copas de las encinas dispersas por la llanura, donde pensaba que probablemente se hubiera posado a juzgar por la dirección en la que la perdí la vista. Los que si están, y muy activos, son los buitres, gozando con las térmicas que les permiten sobrevolar en círculos los peñascos donde aún quedan algunos congéneres posados. Otros que agradecen el sol son los galápagos leprosos que descansan en las orillas de la laguna. Cuento al menos media docena de ellos.
Abandonamos la finca con el corazón ganado por los intensos minutos frente a frente con esa belleza llamada águila-azor perdicera, una rapaz que, de amplia distribución asiática y mediterránea, encuentra en las dehesas ibéricas su extremo occidental del mapa de su presencia. Otro lujo más que tenemos en la piel de toro.
Cuando se cierra la puerta de un hide pasan cosas maravillosas, pero cada vez tengo más claro que antes y después también. Inolvidable y afortunada mañana (los animales, como salvajes que son, no siempre, aparecen) en este rincón adamuceño del valle del Guadalmellato.