En la Ruta del Lobo con Somiedo Experience
En el entorno del parque natural de Somiedo, la observación de lobo ibérico comienza a ser una actividad ecoturística que complementa las habituales salidas de campo centradas en el oso pardo. En estas montañas la empresa local Somiedo Experience, acaba de comenzar a realizar la “Ruta del Lobo” en una extraordinaria zona lobera. Nos fuimos a vivirlo en primera persona y de paso visitar La Casa del Lobo.
En verano de 2021 Jorge Jáuregui, uno de los fundadores de Somiedo Experience, me comentó que estaban trabajando la zona con visos de crear actividades de observación en torno al lobo en el vecino territorio de Belmonte. Llevaban tiempo estudiando alguna manada que criaba en estas montañas y se movía con cierta regularidad por un valle idílico. Jorge y Roberto -otro de los guías de la empresa somedana- había acudido al II Festival Entre Lobos a finales de julio de ese año para realizar una de las actividades familiares contempladas en el programa del festival, la de conocer más sobre el lobo y visitar -en compañía del personal de La Casa del Lobo– el cercado donde viven tres ejemplares recogidos por el centro. Yo, por mi parte, había acudido a presentar la segunda edición de La Ruta 5.
Durante el festival nos emplazamos para ir a conocer ese vallecito y a mediados de septiembre, estábamos los tres apostados en una ladera con los telescopios. Los cuatro, ya que un buen amigo naturalista me acompañó en cuanto le comenté la posibilidad.
Con puntualidad, nos reunimos en el punto de encuentro establecido para ese 19 de septiembre, aún de noche, en la plaza principal de Pola de Somiedo, frente al centro de interpretación del parque natural. Nos separaba un trecho de curvas hasta el concejo de Belmonte de Miranda, en cuyas montañas íbamos a tentar a la paciencia y la suerte lobera.
Apenas unas horas antes, en el mismo lugar del punto de encuentro, unos cuantos aficionados a la observación de la naturaleza, vecinos y visitantes que estaban comiendo en los restaurantes de la zona, asistíamos atónitos a las evoluciones de una osa con sus dos esbardos por el canchal situado justo enfrente del pueblo. A simple vista, desde las propias mesas de la terraza de Casa Miño, los comensales asistían, cerveza en mano, al documental en directo. Acabábamos de concluir una nueva edición del encuentro natureWatch somedano y el equipo de la organización y algunos asistentes que se habían quedado a comer en el pueblo antes de marchar de regreso a casa, no dábamos crédito de lo que observaban nuestros ojos. No porque fuera la primera vez que este hecho ocurría -de hecho, ya había visto fotos y noticias en prensa de alguna situación similar- pero si era mi primera vez. Y la de la mayoría de cuantos estábamos en la plaza en ese momento. El momento se alargó, tanto que fueron casi tres horas las que la osa y los oseznos estuvieron deambulando pedrero arriba, pedrero abajo, comiendo, trepando a los árboles, etc. y solo la llegada de un enorme macho, que apareció en escena por el mismo lugar donde vimos al principio de la tarde a la osa -sin duda seguía su rastro-, motivó que la hembra pusiera pies en polvorosa trasponiendo la ladera por un paso por el que solo los osos necesitados de hacerlo cruzarían.
Estas escenas, aún frescas en la retina, coparon la conversación durante el trayecto en coche hasta el lugar donde Jorge y Roberto habían quedado con la taxista que en su viejo Land Rover 4×4 (sí, el mítico) nos llevaría hasta el escenario en busca de los lobos. Llegados a un punto, el resto de la aproximación la realizamos a pie. Nos pusimos a caminar en esa fría noche de septiembre. Cielo limpio como recuerdo pocos. Invadido de estrellas. Solo con su contemplación ya me había merecido la pena el madrugón, pero aún faltaba disfrutar de los paisajes terrenales y terrestres que estas suaves montañas asturianas nos iban a ofrecer minutos después.
Avanzamos por un sendero bajo la suave luz roja de los frontales. Las lluvias de los días anteriores habían dejado un suelo algo embarrado. No veíamos los charcos, pero los notábamos con claridad a medida que caminábamos. El “chof chof” era evidente pero no preocupante. Hacía un rato que nos habían pedido apagar del todo el frontal porque entrábamos en la zona caliente, por la que los lobos campean durante la noche y no queríamos darles un motivo evidente para que nos descubrieran.
Al llegar a una zona que en la penumbra de la noche se adivinaba más abierta, Jorge y Roberto nos comentaban que estábamos cruzando una braña de idílica ubicación. Lo que en ese momento era un acto de fe, al regreso pude comprobar que no se habían equivocado lo más mínimo. Cruzamos la campa en la que se adivinaba la silueta de alguna cabaña de la majada bajo el relajante sonido de los cencerros del ganado. Lo más duro de la subida nos lo había evitado el 4×4 y la aproximación resultó bastante suave.
La penumbra ya permitía distinguir mejor el entorno por donde nos desenvolvíamos y un rodeo a un pequeño promontorio rocoso nos situó en el lugar donde realizaríamos la espera. Nos acomodamos como pudimos en la ladera, buscando la mejor posición para trípode y posaderas; asegurándonos siempre de no ponernos de pie para evitar delatar nuestra silueta. Siguiendo las indicaciones de los guías, nos repartimos el campo visual, centrando los esfuerzos en algunas zonas donde -en base a experiencias previas- habían dicho que era más probable dar con ellos. Ya se sabe que lo de “más probable” no figura en el diccionario lobero. Es cuestión de insistir e insistir, especialmente en estas primeras luces, que son las predilectas para los cánidos. El escenario se iba iluminando lentamente y el vallecito, que tenía todo el aspecto de paraíso para estos esquivos animales, comenzaba a mostrar su belleza y soledad.
En el silencio más absoluto pasaron los minutos, los necesarios para que el cielo estrellado diera paso a un cielo azul despejado. Desde nuestra posición en la umbría barríamos una y otra vez el valle. Perdí la cuenta de las veces que la rótula del trípode dibujó el movimiento de 180 grados. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Nada. El sol ya iluminaba buena parte del terreno. Caballos y vacas salpicaban el paisaje. Un grupo de rebecos se alimentaba entre las peñas. Seguimos buscando a los lobos. Nada. La luz del día -aunque aún era temprano- dejaba claro que, aunque sin ganas de escucharlo, pronto los guías dirían “bueno, tenemos que marchar, hoy no ha habido suerte”. Con el lobo no, pero si tuve la fortuna de descubrir un nuevo rincón cantábrico que me pareció de postal. En un entorno así estoy seguro de que los lobos están, probablemente hoy también. Pero no es un animal fácil.
El camino de vuelta resultó ser una maravilla visual. En un entorno eminentemente ganadero las cabañas se diseminaban aquí y allá por unas praderas en las que el color violeta de las quitameriendas competía con el verde de la festuca. Alfombras violetas bajo los cascos de los caballos. La explosión floral de las quitameriendas (Colchicum montanum) dejaba claro que por algo se la conoce como la anunciadora del otoño. Es una planta curiosa que posee seis enormes pétalos a partir de un bulbo subterráneo. Las hojas permanecen verdes todo el año, pero no son devoradas por el ganado debido a su alta concentración de alcaloides. En septiembre se produce esa explosión floral coincidiendo con la disminución de horas de luz en la duración del día. Los pastores y habitantes de las zonas rurales decían entonces que por la tarde apenas daba tiempo ya a tomar la merienda, pues anochecía antes y no podían detenerse a descansar.
De regreso tuvimos ocasión de buscar alguna huella en ese fantástico molde llamado barro. El fango abundaba y las huellas proliferaban. Me sorprendió la cantidad de huellas y rastros. Creo que en ningún otro lugar he visto tantas. No es sencillo diferenciar al 100% las huellas de lobo y las de perro, pero algunas eran de manual y viendo el entorno… Es la magia de nuestro querido lobo, el fantasma del bosque había actuado una vez más mostrando su invisibilidad.
Jorge y Sofía (fundadores de la empresa), me dejaron estas imágenes para compartir con los lectores aquello que sus veteranos ojos y los de Roberto han visto otras veces en este fabuloso enclave lobero. Con lobo o no, regresaré a este paraíso asturiano.
En la Casa del Lobo
No existe mejor complemento para la experiencia de observación de lobos en libertad, que la de la visita a un lugar donde los conocen bien: su casa, La Casa del Lobo.
La Casa del Lobo es un centro de interpretación dedicado a la especie ubicado en el centro del pueblo de Belmonte de Miranda. Un edificio muy bien equipado ofrece magnífica información desde una perspectiva naturalista sobre la biología y etología del animal, su situación en Asturias, el Canis lupus y sus principales subespecies en el mundo, leyendas, su interacción con el hombre -como bien explican, dos grandes depredadores condenados a entenderse- y una exposición homenaje dedicada a Félix Rodríguez de la Fuente. En las afueras del pueblo, un terreno de casi 7.000 metros cuadrados junto al río Pigüeña -que baja desde Somiedo- está acondicionado como recinto para acoger a ejemplares irrecuperables para la vida salvaje. En estos momentos cuentan con 3 lobos en el recinto (Belmon, Tino y Aullador).
Una visita guiada al centro y al cercado -al que se llega caminando desde el propio centro por una bonita senda de 1,5 kilómetros- es siempre recomendable. En el caso de la actividad de campo de hoy, un broche magnífico.