Tras el rastro del Lobo en Fuentes del Narcea
Cuando dos tercios de la península Ibérica se cocinan a fuego lento bajo el rigor estival, el verde de las montañas cantábricas se mantiene no por casualidad. Un verde hipnotizante que despliega toda su paleta de tonalidades -y créeme que son más de las que a priori uno pueda imaginar- en tierras asturianas. En esta tierra viven aproximadamente el 10% de los lobos ibéricos y el parque natural de Fuentes del Narcea, Degaña e Ibias es uno de sus hogares cantábricos predilectos.
Hacía unos años de mi última salida lobera con la empresa local Natur, guiada por el veterano Chema. Fue una mañana ventosa y lluviosa, desapacible para el observador pero no para los lobos. La de esta jornada, una mañana de junio, en cambio prometía cielo azul. Y así, con el último parte meteorológico en el móvil me fui a dormir.
Aún de noche, como mandan los cánones, habíamos quedado en el punto de encuentro con el resto de integrantes del grupo, en el que se encontraba Paco, un experto observador de lince con su hijo procedentes de tierras andaluzas, Natalia y Abel, dos animales viajeros asturianos, y un servidor. La compañía prometía, sin duda.
La previsión de tiempo era buena, pero en la oscuridad de la madrugada no había ni rastro de estrellas ahí arriba. Las nieblas son frecuentes en esta época y no había duda de que aquella era una de esas mañanas dominadas por las nubes en las partes medias y altas de los valles. Sobre el grosor de la capa de nubes no teníamos ni idea, solo el deseo de que éste se deshiciera con la salida del sol. Y en esta tierra los deseos se cumplen.
Tras las explicaciones sobre el terreno, comenzamos la aproximación a pie atravesando los prados de una empinada ladera. Existía una pista que suaviza la subida, pero con gran acierto Chema nos invitó a prescindir de ella porque también es del gusto de los lobos y, si pasamos nosotros, muy probablemente nuestro rastro reciente aleje al animal si decide pasar por ella de regreso al encame. Los primeros pasos transcurrieron inmersos en la niebla. Poco que hacer y poco que ver salvo caminar tranquilamente para ir ganando terreno.
Al alba, la claridad empezaba a filtrarse dejando entrever que el grosor de vapor de agua condensado no era el suficiente como para chafarnos una excelente mañana de campo. De hecho, quiso regalarnos uno de esos amaneceres difíciles de olvidar. Si salir por encima de las nubes siempre es una sensación placentera, hacerlo a pie era placentera y diferente. Las paradas para inmortalizar el momento se sucedían y servían para aplacar el resuello, aunque no convenía ralentizar la marcha para llegar cuanto antes al lugar donde íbamos a realizar la espera.
Treinta minutos después de dejar el coche y tras unas cuantas fotos del cautivador amanecer, llegábamos al lugar escogido para situarnos para el aguardo. La jornada apenas había comenzado y a mi ya me había compensado el día, madrugón incluido. El sublime paisaje alcanzaba el grado de sobrecogedor por el mar de nubes. El sol iluminando el horizonte de algodón, las flores de las ericáceas como el brezo común y de la endémica urciona (Daboecia cantabrica) encendiendo su color rosa y el cielo que empezaba a mostrar ese límpido azul que vaticinaban los meteorólogos… difícil se superar.
A la espera
Ocupamos nuestras posiciones parapetados en un saliente rocoso que disimulaba nuestras siluetas y nos ofrecía algo de respaldo. Dispusimos los equipos fotográficos y de observación mientras nos acomodábamos, aún ensimismados, ante una postal montañosa envidiable. Los picos emergían más poderosos si cabe por efecto del lecho nuboso. Estábamos en una cuerda de paso habitual para una manada que vivía en estos terrenos. Dominábamos un campo visual amplio, pero Chema nos indicaba, con sus muchas horas de vuelo, las zonas por las que los cánidos solían moverse, lo que reducía notablemente la zona en la que debíamos centrar los esfuerzos de observación. El ángulo no podía ser mejor, con una visión frontal sobre un cruce de pistas (algo que les encanta a los lobos para marcar territorio) que prometía grandes avistamientos.
Chema nos apuntaba más cosas sobre la manada anfitriona y el hábitat del lobo. Alternábamos los barridos con el telescopio con las bocanadas de aire puro cargado del dulzón floral tan característico de esta época. Permanecimos un tiempo prudencial a la espera de la ansiada aparición. Un bisbita arbóreo se acercó hasta las retamas próximas para observarnos. Indiferente. El ave, no nuestros compañeros andaluces, que allí no pueden disfrutar de su contemplación. Las ráfagas de disparos de su cámara lo denotaban y la cara de emoción de Paco, excelente pajarero, lo dejaba bien claro.
Si quieres “unirte” al grupo de observadores, disfruta de esta panorámica 360º VR.
Hacía rato que había amanecido y concentrados en la búsqueda del lobo en esos momentos claves del día, casi no habíamos reparado en la explosión floral que nos rodeaba. A brezos y urcionas les acompañaba el blanco de las escobas y el amarillo de los piornos. Los jirones de niebla se estaban deshaciendo y los fondos de valle se mostraban ahora con todo su esplendor. Seguíamos pacientes aguardando la aparición de alguno de los lobos que, aunque siempre difíciles de ver, sabíamos (y el entorno así lo indicaba) que estábamos en el lugar correcto y con el guía apropiado. El resto tenía que ponerlo ese día nuestro querido cánido salvaje.
Esa mañana el actor no entró en escena. O al menos no lo vimos, pero estamos seguros de que si hubiera aparecido lo hubiésemos visto porque el ángulo y la posición eran inmejorables. Nuestro bello lobo es así: misterioso, sigiloso, fugaz y esquivo como pocos animales. Chema nos mostró imágenes, como las que aparecen a continuación, tomadas en ese mismo lugar días antes que daban fe de ello. Es cuestión de probabilidades y de seguir insistiendo. Esto último fue casi un conjuro entre todos los allí presentes. En cualquier caso, el amanecer con el mar de nubes, el paisaje y lo mucho que aprendimos sobre el mundo lobero bien merecieron la pena. Habíamos tenido el privilegio de compartir momentos inolvidables en su morada.
Desandamos camino, aprovechando para buscar algún rastro. En esta ocasión bajamos por la pista, acompañados del armonioso canto de diferentes pájaros: mosquitero ibérico, bisbita, pardillo, etc. De regreso al coche, un alcaudón dorsirrojo (otra ave del tercio norte peninsular) quiso demostrar sus dotes como modelo para despedir esa mañana memorable y recordarnos que teníamos un pacto que cumplir. Regresaremos.