Arte

La costa de Dexo

08/05/2022 Autor: José Arcas

Muy cerca de una ciudad grande como A Coruña, parece mentira que pueda haber un trozo de costa tan bonito y salvaje como la costa de Dexo. A pesar de que llevo en esto de la ornitología más de treinta años, acabo de descubrir este “recuncho” de la costa gallega y me he quedado muy sorprendido. Es un lugar imponente escogido por cormoranes moñudos, gaviotas patiamarillas, chovas piquirrojas, halcones peregrinos y vencejos reales para para instalar sus nidos. Es un lugar que atrapa al que lo visita y lo invita a imaginar cómo sería ese sitio hace cien años, poblado por cientos de aves saliendo y entrando del acantilado ocupados en sus labores reproductoras.

Llevaba varios años dándole vueltas a la idea de poder retratar una colonia de cormoranes moñudos gallegos en directo, en pleno campo. Sabía de las colonias del Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia pero una idea que pintaba bien -nunca mejor dicho- y consistía en quedarme en la isla de Ons varios días delante de la colonia, no cuajó por historias administrativas y al final tuve que desistir.

Sabía de la existencia de las colonias de cormoranes moñudos en la Costa Ártabra, concretamente en la costa de Dexo, pero nunca tuve ocasión de acercarme hasta allí, me imaginaba un lugar de difícil acceso y del que solo sabrían algunos ornitólogos expertos. Después del descalabro de la isla de Ons, la idea había perdido bastante fuelle.

Pero a raíz de la celebración en Oleiros, del primer Encuentro naturewatch en Galicia -ya se habían celebrado varias ediciones, pero todas fuera de Galicia- tuve ocasión de acercarme a este rincón costero. Dentro del programa del encuentro había una excursión a la colonia de cría de moñudos a la que no pude asistir. El haberme perdido la ocasión de poder visitar la costa de Dexo y poder observar a los cormoranes criando aumentó exponencialmente mis ganas de ir a visitarlo en persona.

Una vez recopilé toda la información necesaria para ir al mejor sitio de observación posible, cogí el coche con todos los aperos de pintura y dirigí el capó rumbo a los faros de Mera.

Media hora más tarde estaba en el aparcamiento del faro, con un calor asfixiante y con un hambre voraz. Pensé que podría comer después, pues al fin y al cabo, era mediodía.

Viendo el faro de frente, en el aparcamiento, hay un camino angosto entre la vegetación que te lleva serpenteando entre tojos (Ulex sp.), brezos (Erica sp.), tarabillas comunes (Saxicola rubicola) y acentores comunes (Prunella modularis) hasta lo que antaño fue una batería militar costera de la que hoy solo quedan unas ruinas -preciosas, por cierto, cuando en primavera se tapizan de plantas en flor-. Sigo el camino hasta que termina en una especie de mirador semicircular, como una especie de balcón sin barandilla que mira, parte hacia el océano abierto y parte hacia la ciudad de A Coruña. La torre de Hércules se ve a lo lejos.

Investigando el lugar, a primera vista, llama mucho la atención las vistas al mar, que se ve infinito, mar abierto, el océano Atlántico. Cuando llegas al mirador te quedas boquiabierto ante tanta inmensidad y enseguida tu vista se dirige al cantil, a la rompiente.

Cuando ya dejas de pasmar, cierras la boca y vuelves a la tierra, de repente recuerdas porqué estás allí: los cormoranes. A simple vista no se ven muy bien ya que lo primero que se observan son los manchones blancos de los excrementos que decoran el acantilado y es entonces cuando detectas a lo lejos a los diminutos moñudos apostados en repisas.

Con los prismáticos veo y disfruto -otra vez con la boca abierta- de cada unos de los nidos que van asomando en el campo de visión de mis prismáticos cuyo nombre en alemán se pronuncia igual que el nombre de la primera perra astronauta y es aquí donde uno agradece haber invertido una cantidad de dinero importante en la compra de unos buenos prismáticos.

Todo listo para pintar.

Veo perfectamente cada adulto incubando o dando sombra a unos pollos que no deben tener más de una semana de edad, esos que yo siempre digo que parecen de neopreno, con su cuerpo oscuro, lampiño y de aspecto gomoso.

Los cormoranes me observan y pienso que me imitan ya que abren sus picos igual que yo mi boca de persona asombrada ante semejante cuadro. De repente y en un abrir y cerrar de ojos, ya estoy sentado en el suelo -mal sentado, como siempre, en una postura de esas que al levantarte te planteas porqué haces esas cosas a tu edad en vez de hacerlo en tu estudio, sentadito, calentito y con un café al lado-. Enfoco con el telescopio, también de marca alemana legendaria y me dispongo a estudiar cada uno de los nidos. Los hay vacíos, con adulto incubando, con adulto haciendo de sombrilla a los pollos, también con dos adultos…vamos que ya me tiembla todo y eso es señal de que todavía no debo empezar a pintar.

Pasada una media hora, me dispongo a hacer los primeros bocetos, he elegido un nido con un adulto que parece que incuba. Es relativamente fácil hacerlo ya que el bicho está dormido y le importa un bledo mi presencia.

Cuando estoy acabando el primer boceto, aparece la pareja para hacer el relevo. Se saludan, chocan picos y el adulto que acaba de llegar echa literalmente al otro fuera del nido, pero de malas maneras. Entendería que fuese al revés, pero no, parece que el que llega fresco quiere descansar, en fin.

Cormorán moñudo incubando.

En mis salidas al campo, siempre hago fotos, siempre inmortalizo lo que pinto por diferentes motivos; el primero para que, pase lo que pase, me quede con una instantánea del momento. Cambie la luz, el sujeto desaparezca o empiece a llover, mi foto es mi testigo imperecedero. Segundo motivo, puedo acabar mis dibujos o empezar otros más complejos en casa combinando las fotos con mis apuntes, porque no debemos olvidar que la información que te aporta la pintura en el campo no te la da una fotografía.

También aprovecho para tomar unos apuntes de las olas rompiendo a unas decenas de metros más abajo. Es difícil pintar el mar, se mezclan muchos azules y saber distribuir la espuma sin matar el oleaje es una tarea compleja. Hay un enorme islote que se llama Illa do monte Meán o Illote de Meán con un gran atractivo pictórico, con los marrones dominando las partes bajas y los verdes las altas. Me recuerda mucho a los paisajes costeros de Irlanda o Escocia.

Illote de Meán.

Abandono la zona con un montón de fotografías, apuntes en mi cuaderno de campo y un montón de buenas sensaciones.

Ya casi es de noche. Por cierto, me olvidé de comer.

La siguiente semana me dirigí un poco más al norte, a la Enseada de Fontenla, pero esta vez con la mirada dirigida hacia el sur, hacia la colonia mayor de cormoranes moñudos y gaviotas patiamarillas.

Si el lugar de visita de la semana anterior fue espectacular, éste fue…no tengo palabras para describir la primera toma de contacto. Podéis decir que soy un exagerado, pero os juro que no, la vista es indescriptible. Unos paredones gigantescos que caen a plomo sobre el mar, con unas “furnas” -nombre que se la da en Galicia a las cavidades naturales formadas en la roca producidas por la erosión del mar- que recordaban al interior de una lúgubre, húmeda y tenebrosa catedral.

La visión de las gaviotas con sus níveos plumajes que parecen encendidos con una bioluminiscencia de otra galaxia, resaltando sobre el fondo oscuro de las cavernas, era alucinante. Yo tenía que pintar aquello.

Adultos de Cormorán moñudo incubando y atendiendo a los pollos.
Gaviotas a contraluz en el cantil.
Pareja de Chovas piquirrojas.

Pude bocetar alguna gaviota volando en sus idas y venidas a la colonia y el resultado me gustó mucho. También la súper ubicua “Herba de namorar” (Armeria pubigera) se dejó retratar.

“Herba de namorar” (Armeria pubigera).

El conjunto era perfecto, el mar verde esmeralda, tranquilo pero imponente, el olor a salitre que curiosamente te impregna la ropa y la ropa huele a mar dos días después, chovas piquirrojas (Pyrrhocorax pyrrhocorax) haciéndole la vida imposible a los busardos ratoneros (Buteo buteo), las infinitas tonalidades de las rocas, los anaranjados y amarillos de los líquenes que, como bonitos encajes de bolillos de Camariñas, tapizan las rocas por todas partes.

Vista de un tramo de costa.

El poco tiempo que me sobró me permitió llegar a la Punta do Seixo, un enorme saliente rocoso con una cicatriz blanca (Seixo=cuarzo en gallego y también hace referencia a los cantos rodados erosionados por los ríos) que lo recorre de arriba abajo y lo atraviesa de atrás hacia delante.

Seixo o cuarzo que atraviesa roca.

En este pedacito de costa coruñesa, parte de la Costa Ártabra, tiene un gran atractivo, con numerosas rutas de baja dificultad. En ellas, numerosas especies de aves costeras pueblan estos pagos a lo largo de todo el año, ¡ah! y no nos olvidemos de los mamíferos marinos, como los delfines mulares o arroaces (Tursiops truncatus) que me acompañaron la mayor parte de mi visita a este rincón mágico gallego.

Furnas.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies